Se despertó como de costumbre. Muy temprano y tras haber dormido apenas tres horas. Era un hombre de costumbres inmutables, de modo que se dispuso a seguirlas de nuevo. Se dirigió a la cocina; llenó medio vaso de agua y lo introdujo en el microondas. No era persona hasta que no tomaba un café bien cargado. El pitido del micro le avisó de que el agua ya estaba caliente. Puso dos cucharadas colmadas de su café soluble habitual y se sentó en una de las sillas. Conectó el receptor de radio y sintonizó su emisora de costumbre para escuchar las noticias. Tras diez minutos de miradas perdidas a la mesa, los azulejos, el calendario y los electrodomésticos de la estancia, se levantó, depositó el vaso en fregadero y se dirigió a la ducha. Apoyó las dos manos en uno de los laterales del baño y agachó la cabeza mientras el abundante chorro del difusor le empapaba. Permaneció así durante varios minutos hasta que decidió terminar con su aseo diario.
Eran las siete de la mañana cuando salió de casa para dirigirse, como de costumbre, a su trabajo. Ocho horas de aburrida y rutinaria tarea de introducir referencias informes en las bases de datos de la compañía Novanet, una empresa dedicada a la seguridad tecnológica. Un trabajo de medio pelo para una persona no menos mediocre, pensó. Solía hacerlo, solía pensarlo.
Hacía tiempo que consideraba su anodina vida como terminada. Se sentía tan fracasado que cualquiera de sus actos diarios representaba, para él, meros actos inerciales alimentados por su incapacidad para ponerle fin a todo. Había dejado de existir el mismo día en que su mujer y su hijo habían fallecido en un accidente de aviación durante su viaje a Australia, un dieciocho de agosto como el que había comenzado esta mañana al despertarse. Sólo él había sobrevivido, aunque a menudo pensaba que él era el único que de verdad había muerto.
Permaneció unos minutos en el interior de su Renault Megane, pensativo y repasando su agenda del día antes de girar la llave del contacto. Se fijó durante unos breves instantes en un pequeño sobre que no recordaba haber colocado entre los papeles de la agenda. Era un sobre de un color azul apastelado. Lo abrió frunciendo el ceño y entrecerrando los ojos en intenso gesto de extrañeza. En su interior solo encontró una pequeña tarjeta con un logotipo desconocido para él y una sencilla inscripción.
Durante un momento trató de recordar si ese nombre conseguía decirle algo. El resultado fue negativo. Tampoco le resultaba extraño que así fuera. Se pasaba horas introduciendo nombres y datos sin sentido alguno para él en un terminal de ordenador de Novanet. No era el nombre de ninguna de sus amigas ni el de ninguno de los clientes de su negocio paralelo de reparación de ordenadores que en su tiempo libre le permitía añadirle algunos euros extra a su raquítico sueldo. Nada de lo que aparecía en la tarjeta tenía significado. Mario decidió que lo más adecuado sería comprobar en las bases de datos de la compañía si los datos de la tarjeta correspondían a alguno de sus clientes. Al fin y al cabo hacía tiempo que había dejado de confiar en su memoria para delegar el cumplimiento de sus tareas y responsabilidades a la agenda y a una miríada de aparatos electrónicos que las cumplían por él.
- Don Mario Suárez, siempre tan puntual -le dijo Ana, la secretaria de Novanet que cada mañana era la primera persona a quien saludaba y le regalaba con su bonita sonrisa el, posiblemente, su mejor momento del día. Por sus facciones, Ana le resultaba tremendamente parecida a Lucía, su mujer, e inconscientemente se decía a sí mismo que Ana era alguno de los pedazos de Lucía que se habían esparcido por el mundo tras el accidente.
- Buenos días Ana, siempre tan amable y risueña –le respondió Mario con gesto fingidamente alegre.
- Mario, le espera el Señor Ruiz en su despacho, quiere hablar con usted –añadió ana al tiempo que mantenía su mirada fija sobre el monitor de su ordenador.
Sin mediar palabra, Mario se dirigió al despacho del director de Novanet en la segunda planta del edificio. Mantuvieron una, para él, intranscendente conversación sobre los nuevos proyectos que la organización se disponía a emprender y sobre lo importante que era para ellos contar con una fiable agenda de clientes a los que ofrecer sus nuevos servicios.
Mario se dirigió a su despacho ansioso por realizar algunas consultas a la base de datos de la empresa, consciente de lo que se jugaba al utilizar datos protegidos por la ley para sus fines personales. Tras casi veinte minutos de inútiles preguntas con una decena de parámetros diferentes concluyó que la base de datos no contenía ninguna clase de referencia a ninguna persona llamada Laura Rodríguez Redondo. Absolutamente nada. Tampoco tuvo éxito en Internet. No obtuvo ninguna referencia en Google. Ni sobre Laura ni sobre ninguna empresa u organización que respondiera al nombre de Comp Operations.
El resto de la jornada transcurrió con la habitual pena y la poca gloria acostumbrada. Llegó a su casa, se deshizo con desdén del maletín con su material de trabajo, se preparo una cena ligera a base de ensalada y pasta, abrió una de las botellas de Jack Daniels que tenía en el mueble bar de su salón, se sirvió un vaso y se dispuso a aniquilar alguna de las neuronas que a diario le torturaban con sus recuerdos.
Sonó el teléfono. Pese al terrible dolor de cabeza que le estaba poseyendo se levantó del sofá y lo descolgó tratando de controlar la sensación de vértigo. Consiguió contener el vómito.
- ¿Mario. Mario, soy Rubén. Joder, tío. Te tomas unos días libres y desapareces como de costumbre; a ver cuando decides echarle huevos al tema y dedicarte a vivir en lugar de a mal vivir. Coño Mario que ya han pasado siete años desde lo de Lucía, ya va siendo hora. Que te parece si quedamos para tomar algo hoy…
Mario había escuchado en el segundo plano al que le obligaba su resaca la voz de Rubén cuando reaccionó.
- Espera, espera tío; dame un minuto. No ha sido una noche fácil ¿sabes? –articuló como pudo Mario
Era un comportamiento común de su mejor amigo, Rubén, abrumarle hasta dejarle sin aliento y sin opciones de réplica con discursos trascendentes y palabras de dudoso tono pero Rubén era su mejor amigo y se lo había demostrado en numerosas ocasiones cuando necesitó tenerle a su lado para “superar” la muerte de su esposa. En cualquier caso, el discurso de su amigo le concedió un tiempo valioso para despejarse un poco.
- Sí, hombre sí, conozco tus noches difíciles –dijo Rubén con tono de resignación.
- Oye tío ¿que te parece si nos tomamos unas cervezas en el bar de Víctor?, ¿hoy a las siete te parece bien? Acuérdate que hoy es día veintiuno, ya sabes.
- Desde luego, claro, nos vemos luego –añadió Mario. Colgó el auricular del teléfono.
En La Última Parada, el bar de su amigo Víctor, siempre había un tremendo barullo de conversaciones intrascendentes sobre fútbol, siempre con el televisor a toda pastilla como banda sonora y otras no menos intranscendentes conversaciones sobre los aspectos físicos de las mujeres o el número de cacharros que caerían esa noche. El ruido de fondo de las noticias en la televisión era, en aquel momento, el sonido dominante en el local. Rubén y Mario con sus usuales párrafos de ofensiva contraofensiva sobre las costumbres autodestructivas en la vida de Mario.
- Lo sé, lo sé, dame algo más de tiempo, ¿quieres? –replicó Mario a uno de los comentarios de su amigo. Se quedaron en silencio unos instantes. El sonido del televisor dominó la estancia.
“Seguimos con un nuevo episodio de la crónica negra de la violencia de género en nuestro país. Esta misma tarde ha fallecido una mujer como consecuencia de una brutal paliza que le propinó su compañero sentimental. La víctima, Laura Rodríguez Redondo, de treinta y cuatro años, vecina de los Barrios Altos en el casco viejo de Vigo, no consiguió superar las complicaciones que acompañaron al fallo en su hígado como consecuencia de la paliza de su compañero […]”
Mario giró bruscamente la cabeza para fijar su mirada sobre la pantalla del aparato, se fijó en el rostro agradable de la presentadora del informativo y centró su atención las imágenes de los vecinos y amigos de la víctima. No entendía nada de lo que acababa de escuchar, pero inevitablemente no pudo sino centrar sus pensamientos en el nombre que había oído. El bullicio había desaparecido y, en su cabeza, había un insistente eco repitiendo una y otra vez ese nombre: Laura Rodríguez Redondo.
Mario solicitó los días de permiso que le quedaban por disfrutar ese año. Se fue a Lugo. Haciéndose pasar por periodista de un diario local consiguió hablar con vecinos, familiares y amigos de Laura. Le contaron lo penoso de su vida en los últimos dos años cuando empezó a sufrir los arrebatos violentos de su compañero Luis, en quien se había refugiado tras la muerte de sus padres y la pérdida de un hijo de su anterior relación.
Cuando regresó a Madrid encontró en el buzón de su casa varias cartas y un nuevo sobre azulado con una nueva tarjeta dentro.
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A ésta le siguió otra, que descubrió en la taquilla de su oficina. En los servicios de La Última Parada halló una más. Idénticos logotipos, distintos nombres, plazos y numeraciones. Nunca sabía dónde la encontraría, cuándo ni quién o quienes se las suministraban. Lo que averiguó al cabo de un par de días fue que todas tenían algo en común: cada una de esas personas terminaban muertas en distintas circunstancias. Daniel Costa Pérez se suicidó. Cristina López Fuentes sufrió un aparatoso accidente de moto que le quitó la vida unos días más tarde. Inexplicablemente, los fatídicos sucesos ocurrían siempre en el plazo que figuraba en la tarjeta.
Ese día encontró otra tarjeta en la caja con el pedido de la compra semanal que solía hacer.
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En esta ocasión no titubeó. En menos de cinco minutos consiguió hacer una apañada maleta con lo imprescindible para pasar unos días fuera. Sacó un billete por Internet para el primer vuelo que había al día siguiente a la capital Navarra y reservó una habitación de hotel para cuatro días. Llegó al mediodía al aeropuerto de Noaín. Tomó un taxi que le llevó al Hotel Albret en uno de los barrios de la periferia de Pamplona. Tardó dos días de complicadas averiguaciones en encontrar a Javier. Éste había regresado a la ciudad tras doce años de residir en diferentes comunidades buscando nuevas oportunidades laborales y quizá una nueva ocasión de conocer a alguien que le ayudara a salir del pozo emocional en que se encontraba tras sus dos fracasos matrimoniales y un fallido intento de suicidio. Ideó la manera de entrar en contacto con Javier y así lo hizo entablando una primera conversación bastante fructífera con él. Mario aprovecho las “condiciones del terreno” se dijo, al conocer la, para otros, reprochable costumbre de Javier de escaparse los viernes por la noche en busca de cualquier clase de sustancia que introducir en su cuerpo para ahogar su mundo interior plagado de demonios y aciagos recuerdos hasta que conseguía regresar a su casa el domingo por la tarde. Habían transcurrido cinco días desde que había recibido la tarjeta. Era viernes. Apuró el cigarro que fumaba en la cafetería del hotel y le llamó. Quedaron para esa misma noche. Hablaron y bebieron. Bebieron hasta casi desfallecer. Mario pidió un taxi y ambos se fueron al hotel. Javier insistió e insistió durante toda la noche en adquirir toda clase de sustancias para mezclar con el alcohol, pero esta vez fue Mario, quién disuadió a Javier para que no lo hiciera. Curiosa ironía para un hombre acostumbrado a hacer precisamente eso y maltratar su hígado. Al día siguiente, el sexto después de recibir la tarjeta, a Mario le embargó una extraña sensación. Había conseguido hacer algo importante por alguien, algo con sentido, algo que evitase una tragedia para una persona hasta hace poco desconocida. Había sido el cómplice de Javier durante dos días contándole su propia historia. El caso es que Javier seguía vivo. Pasó otros tres días con su recién estrenado amigo intercambiando vivencias, agradecimientos, algún que otro reproche menor y unas cuantas cervezas. Había llegado a la convicción de que ahora, Javier estaba más tranquilo, más asentado en definitiva, que era más fiable dejarlo sólo. Estaba a punto de abandonar la ciudad con la promesa de volver en breve cuando recibió una llamada de la recepción del hotel. Se tomo unos segundos y bajó calmadamente. El recepcionista le entregó un sobre. En esta ocasión era un sobre blanco; de mayor tamaño que los anteriores pero con idéntico logotipo en su esquina inferior izquierda.
Se retiró a la cafetería dando las gracias al encargado de la recepción. Pidió un café solo y un croissant y se sentó en una de las mesas. Mientras esperaba el café y el bollo miraba con atención el sobre. Lo giraba. Lo posaba en la mesa, volvía a cogerlo hasta que se decidió a abrirlo. Dentro había un folio blanco doblado con tres pliegues y otro sobre azulado. Se decidió a abrir ambos. El folio contenía una carta. El sobre azul un nuevo nombre, un nuevo plazo y una nueva numeración.
La carta, muy breve, con apenas tres líneas de texto escrito a doble espacio, el logotipo habitual y una firma ilegible, decía así:
“Al algunas personas se les encomienda la pesada tarea de velar por los demás; de conocer sus debilidades, sus cargas, sus pecados, sus virtudes, sus recuerdos, sus errores, sus intimidades, su destino; a otras les toca ejecutar su salvación”
Un hombre hace lo que puede hasta que su destino le es revelado


Se despertó como de costumbre. Lucas Michaelson Jones había recibido un nuevo sobre con una nueva tarjeta. Justo un año después de recibir la primera entrega de los incomprensibles sobres azules. Un once de agosto le llegó la de Jesse hacía un año ya. No pudo hacer nada porque no había entendido nada. Sin saberlo, era nuevo en los actos de compasión. La de hoy era ya, una de tantas tarjetas, una de tantas acciones compasivas. Ya sabía que hacer.
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Lucas se tomó el café con calma. Llamó a American Airlines y preparó su vuelo a España.