jueves, 30 de octubre de 2008

Señas de Identidad

Eva. 14 años recién cumplidos. Su madre le compró su primera minifalda. Le gustaban más los vaqueros. Apenas se la puso dos veces.

Con 18 se hizo un tatuaje en el hombro izquierdo con un motivo tribal en un sólo color y un piercing en la ceja derecha. Seguía vistiendo de vaqueros para casi todo. Solía vestirse con unos de tiro ultra bajo.

Tres meses más tarde se colocó un segundo piercing en el ombligo. Un pasador de acero quirúrgico que le atravesaba desde la parte superior a la inferior.

Su primer trabajo fue de camarera en el Bar La Pedrosa un refinado local de copas que estaba a quinientos metros de su casa. Iba caminando. Para ella lo mejor de todo es que no era necesario que fuera vestida de etiqueta al trabajo.

Los 23 años le alcanzaron a punto de terminar sus estudios universitarios de enfermería. No le gustaba el blanco pero le encantaba cuidar de la gente.

Eva sollozaba y derramaba mares de lágrimas cuando su novio Fran dijo que no quería seguir con la relación que mantenían desde hacía dos años y medio. Los agujeros de sus piercings ya se habían cerrado y ahora se abrían otros muy diferentes, dentro de ella.

A los 27 conoció a Emilio. Los, casi nuevos, agujeros en el alma empezaron a cerrarse.

Eva contrajo matrimonio con Emilio casi al mismo tiempo que Fran lo hacía con Irene. En la boda llevaba un traje de organza arrugada y plumas diseñado por Andrea Milu. Fue de las pocas ocasiones en que se la pudo ver sin vaqueros.

Su primer viaje al extranjero con Emilio fue un completo fracaso. Problemas con la agencia, problemas con la categoría del hotel muy diferente a la que había contratado; pérdida del equipaje y un accidentado regreso a casa. Tuvo que renovar todo su vestuario.

Saluda a la cámara desde el paseo de la playa Le casino de Biarritz donde había ido a pasar el fin de semana con su amiga Delphine una francesa que había conocido durante sus vacaciones en Normandía. Se estaba celebrando una de las pruebas del circuito mundial de surf y decidieron dar un paseo e inmortalizar el momento. Parecían hermanas y vestían con un estilo similar: vaqueros y camiseta de tirantes blanca. Hacía calor.

Al poco tiempo del nacimiento de su segunda hija, Helena, Eva mantuvo una acalorada discusión con Emilio sobre la necesidad de mudarse a otro piso más grande. Emilio no era partidario de hacerlo, no veía necesidad. Eva, sin embargo, era partidaria de trasladar su residencia a un lugar más tranquilo a las afueras de la ciudad.

Nunca había perdido la belleza que la hacía destacar cuando era más joven. A sus 44 años, seguía llamando la atención y uno de sus compañeros de trabajo, Elías se enamoró perdidamente de ella. Eva seguía luciendo su belleza aún embutida en sus inseparables vaqueros y con sus bien combinadas camisetas.

Un año después Eva perdió su empleo. Elías fue trasladado al Hospital Universitario Son Dureta de Mallorca. Su marido había tenido un accidente en el trabajo que le dejó parapléjico y su mejor amiga se sumió en una gran depresión al separarse de Juanjo con quién había compartido 11 años de matrimonio. En momentos de adversidad Eva acostumbraba a refugiarse en los centros comerciales donde el bullicio y las tiendas de ropa conseguían mantenerla distraída durante unas horas de sus preocupaciones. No se compró, como era de esperar ninguna falda.

En su 75 cumpleaños, Eva estaba acompañada de sus dos nietos, Isaac y Laura, por sus hijos y por el Emilio. Hacía tiempo que había dejado de vestirse de vaqueros. Quizá todo eso que quería ocultar bajo su vestimenta pudiera haber sido ocultado, al menos, a la vista del resto del mundo pero lo que jamás consiguió ocultar fue su enorme corazón.

Hasta poco tiempo antes Eva nunca dejó de lucir una espectacular melena rubia. De esbelta figura, finas y delicadas facciones, una piel pulida por el sol del mediterráneo, preciosos ojos verdes aunque de mirada lánguida, nunca pudo ocultar la belleza que siempre la había acompañado tras sus eternos compañeros azulados y las camisetas que no ayudaban a disimular sus preciosos senos. Su casi metro ochenta de estatura ayudaba sobremanera a mostrarla como una mujer imponente, casi intimidadora. Sus delgadas manos no mostraban realmente la fortaleza con la que siempre las utilizaba. De caminar firme y suaves movimientos. De un monumental corazón que, aunque no se veía no podía ocultarse tras la ropa.

jueves, 9 de octubre de 2008

Peque

Así solía llamarla. A ella le gustaba porque aunque era una sola palabra para ella significaba cientos de ellas. Recuerdo que la primera vez que se la dije no se lo tomó muy bien. Aunque es una expresión que suele utilizarse siempre de forma cariñosa durante unos instantes ella creyó ver una alusión a su baja estatura, pareció ofenderle y apenas me dio tiempo a reaccionar para evitar su enfado. Esbocé una ligera sonrisa mientras, a la vez que volteé rápidamente los brazos como dibujando una pirueta aérea, emitía fingidas carcajadas para tratar de relajar la situación. Acabé haciéndola reír.

Hacía ya un par de años que nos conocíamos pero hasta ese momento no habíamos pasado de la típica conversación laboral, literaria o cinematográfica. Ese día hablamos de otras cosas y al cabo de un rato se me escapó la palabreja.

- No peque, no me siento bien -le dije cuando después de hablar de mi fracaso matrimonial me preguntó si ahora me sentía mejor

Me abrazó. Guardó silencio durante unos momentos y perdió la mirada. Le había llegado el habitual momento de compasión ante el dolor de un amigo y en ese preciso instante empezó su viaje por la montaña rusa de la confusión emocional. Confundió amistad con amor, la pasión con la atracción física, el deseo con la necesidad. En esos viajes uno siempre viaja solo (en este caso sola). Empezó a ver las cosas que quería ver, no las que eran en realidad.

Durante unos meses titubeaba en las conversaciones, utilizaba expresiones confusas, generalizaba todos sus comentarios y opiniones. No quería, o no se atrevía, a decir las cosas, a llamarlas por su nombre. Cuando planeamos acostarnos juntos por primera vez a eso lo llamó encuentro. Cuando hicimos el amor no dudó en llamarlo "eso". Supongo que todo ello era fruto de la confusión, si pero también detectaba cierto temor. Ella, al igual que yo, tenía miedo a volver a enamorarse. Yo Creía que el proceso de enamoramiento era parecido a aprender a andar en bicicleta. Te caes y duele. Vuelves a subirte y vuelves a caer. Vuelve a doler. Acabas por mantener el equilibrio. Ella no. Pensaba que trás las dos o tres primeras caídas ya debía de abandonar. Por eso tenía miedo, por eso estaba confusa, por eso cuando hablaba utilizaba muchas palabras y por eso, no decía nada.

Al cabo de un tiempo descendió de la vagoneta de la montaña rusa. Su ex novio había reaparecido en su vida. Dos días más tarde recibí una llamada de mi ex mujer, quería volver conmigo. "Peque" pasó de la confusión conmigo a la confusión con quien había compartido los últimos seis años de su vida. Ahora me tocaba a mi subir al vagón.

Y vagué. Dios sabe que así fue. No sabía en que dirección disparar. A la diana en movimiento de la persona con quien había compartido siete meses de, llamémosla, intensa confusión o a la diana fija de la persona con quien había vivido durante catorce años. Disparé.

Disparé a la diana más pequeña. A la que se movía.

- Peque, ¿quieres mantequilla o margarina con la tostada? -le pregunté mientras aún se desperezaba

Después de cuatro años de casados aún no era capaz de recordar su preferencia.

...

Sí, acerté. La diana era pequeña, sí, pero la bala también. Nosotros no. Somos grandes, seguimos siendo grandes y... seguimos creciendo aunque sigamos siendo "peques".