Eva. 14 años recién cumplidos. Su madre le compró su primera minifalda. Le gustaban más los vaqueros. Apenas se la puso dos veces.
Con 18 se hizo un tatuaje en el hombro izquierdo con un motivo tribal en un sólo color y un piercing en la ceja derecha. Seguía vistiendo de vaqueros para casi todo. Solía vestirse con unos de tiro ultra bajo.
Tres meses más tarde se colocó un segundo piercing en el ombligo. Un pasador de acero quirúrgico que le atravesaba desde la parte superior a la inferior.
Su primer trabajo fue de camarera en el Bar La Pedrosa un refinado local de copas que estaba a quinientos metros de su casa. Iba caminando. Para ella lo mejor de todo es que no era necesario que fuera vestida de etiqueta al trabajo.
Los 23 años le alcanzaron a punto de terminar sus estudios universitarios de enfermería. No le gustaba el blanco pero le encantaba cuidar de la gente.
Eva sollozaba y derramaba mares de lágrimas cuando su novio Fran dijo que no quería seguir con la relación que mantenían desde hacía dos años y medio. Los agujeros de sus piercings ya se habían cerrado y ahora se abrían otros muy diferentes, dentro de ella.
A los 27 conoció a Emilio. Los, casi nuevos, agujeros en el alma empezaron a cerrarse.
Eva contrajo matrimonio con Emilio casi al mismo tiempo que Fran lo hacía con Irene. En la boda llevaba un traje de organza arrugada y plumas diseñado por Andrea Milu. Fue de las pocas ocasiones en que se la pudo ver sin vaqueros.
Su primer viaje al extranjero con Emilio fue un completo fracaso. Problemas con la agencia, problemas con la categoría del hotel muy diferente a la que había contratado; pérdida del equipaje y un accidentado regreso a casa. Tuvo que renovar todo su vestuario.
Saluda a la cámara desde el paseo de la playa Le casino de Biarritz donde había ido a pasar el fin de semana con su amiga Delphine una francesa que había conocido durante sus vacaciones en Normandía. Se estaba celebrando una de las pruebas del circuito mundial de surf y decidieron dar un paseo e inmortalizar el momento. Parecían hermanas y vestían con un estilo similar: vaqueros y camiseta de tirantes blanca. Hacía calor.
Al poco tiempo del nacimiento de su segunda hija, Helena, Eva mantuvo una acalorada discusión con Emilio sobre la necesidad de mudarse a otro piso más grande. Emilio no era partidario de hacerlo, no veía necesidad. Eva, sin embargo, era partidaria de trasladar su residencia a un lugar más tranquilo a las afueras de la ciudad.
Nunca había perdido la belleza que la hacía destacar cuando era más joven. A sus 44 años, seguía llamando la atención y uno de sus compañeros de trabajo, Elías se enamoró perdidamente de ella. Eva seguía luciendo su belleza aún embutida en sus inseparables vaqueros y con sus bien combinadas camisetas.
Un año después Eva perdió su empleo. Elías fue trasladado al Hospital Universitario Son Dureta de Mallorca. Su marido había tenido un accidente en el trabajo que le dejó parapléjico y su mejor amiga se sumió en una gran depresión al separarse de Juanjo con quién había compartido 11 años de matrimonio. En momentos de adversidad Eva acostumbraba a refugiarse en los centros comerciales donde el bullicio y las tiendas de ropa conseguían mantenerla distraída durante unas horas de sus preocupaciones. No se compró, como era de esperar ninguna falda.
En su 75 cumpleaños, Eva estaba acompañada de sus dos nietos, Isaac y Laura, por sus hijos y por el Emilio. Hacía tiempo que había dejado de vestirse de vaqueros. Quizá todo eso que quería ocultar bajo su vestimenta pudiera haber sido ocultado, al menos, a la vista del resto del mundo pero lo que jamás consiguió ocultar fue su enorme corazón.
Hasta poco tiempo antes Eva nunca dejó de lucir una espectacular melena rubia. De esbelta figura, finas y delicadas facciones, una piel pulida por el sol del mediterráneo, preciosos ojos verdes aunque de mirada lánguida, nunca pudo ocultar la belleza que siempre la había acompañado tras sus eternos compañeros azulados y las camisetas que no ayudaban a disimular sus preciosos senos. Su casi metro ochenta de estatura ayudaba sobremanera a mostrarla como una mujer imponente, casi intimidadora. Sus delgadas manos no mostraban realmente la fortaleza con la que siempre las utilizaba. De caminar firme y suaves movimientos. De un monumental corazón que, aunque no se veía no podía ocultarse tras la ropa.
Quizá sea demasiado pretencioso al escribir esto pero todo lo que podría decirse de mi se resume en una frase que, hace tiempo, dijo el bataría de una banda que me gusta mucho, Danny Carey, de Tool: "No soy quien quiero ser, no soy quién debería ser pero, por suerte, no soy quién era" En otras ocasiones me gusta referirme a mí mismo como hubiera hecho el escritor Orson Scott Card "Nuestra identidad no es nuestra forma, podemos tener cualquier forma y seguir siendo quienes somos"
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