El tiempo no es sino el espacio entre los recuerdos.
Para las personas que quiero.
Ellas son mi tiempo y mis recuerdos.
Érase una vez...
Daniel imaginó que todas las historias comenzaban así, incluida la suya. Es de suponer que porque todas las historias que le contaba su abuelo empezaban de ese modo. Y él siempre le decía que todas las buenas historias empezaban así.
Empezó a escucharlas cuando apenas había cumplido los 4 años. Recordaba la cama de su abuelo, donde acostumbraba a recostarse en su regazo, y la sombría habitación en la que, pese a todo, jamás pasó miedo porque todo lo que allí había le protegía en todo momento. Pasaba horas allí dentro, incluso cuando su abuelo se iba a pasear o a echar la partida en la tasca que había frente a su casa. Ojeaba sus libros, aunque aún no sabía leer, y en ocasiones, cuando su curiosidad era más fuerte que su miedo a que su abuelo le sorprendiera fisgoneando, abría los cajones y el pequeño armario de madera medio carcomida, y echaba un vistazo para ver que había allí dentro. Aunque pocas veces sabía que eran muchos de los objetos que encontraba, cosa lógica dada su edad, siempre había uno que le llamaba particularmente la atención. Una pequeña piedra de suaves formas redondeadas, color parduzco, y que pesaba tanto que le costaba un gran esfuerzo sostenerla en sus pequeñas manos.
Nunca se atrevió a preguntarle a su abuelo que era aquello y para que servía. Ni siquiera cuando cumplió los 6 años y además de las narraciones éste empezó a enseñarle sus cosas. Tardó mucho tiempo en descubrir qué era y para que servía.
Cada mañana, después del desayuno, su abuelo le contaba una historia. Pero antes se tomaban juntos el enorme cuenco de leche que les preparaba la abuela y entre risas y pequeños juegos, cogían las galletas recién salidas del horno y hacían su pequeña fiesta particular de la mañana, aunque a su abuela no le gustaban demasiado, siempre lo ponían todo perdido y, ella, que veía la fiesta no participaba en ella y le tocaba, luego, recomponer aquellos desaguisados.
Tras cada desayuno una historia. Todas de érase una vez. Daniel siempre tenía la sensación de sumergirse en cada una de esas historias. Su abuelo las contaba con tanta pasión, que era difícil pensar que pudieran no ser reales. Le hablaba de iglesias con secretos pasadizos subterráneos en los que él de pequeño había jugado dándole más de un disgusto a su madre; le narraba historias sobre los lugares donde había estado cuando era marino; le contaba historias acerca de viejas casas abandonadas y sobre los misteriosos sucesos que había vivido en ellas con sus amigos de la cuadrilla.
Si, le costaba mucho creer que no eran reales, porque las vivía al contarlas y Daniel las vivía al mismo tiempo y con la misma intensidad que su abuelo. En una ocasión le contó como había estado a punto de quedarse para siempre en una de esas islas exóticas en las que había estado por culpa de una mujer que traía de cabeza a la mitad de la tripulación de su barco. Lo que no lo gustó demasiado a Daniel fue cuando le dijo que eso hubiera supuesto que él no hubiera nacido. De todas formas le maravillaba lo detallado de sus descripciones. Desde el cascarón en el que había viajado, los mares por donde había navegado, o las curiosas personas que había conocido. Pero aquella mujer...
Daniel se iba haciendo mayor. Ya había cumplido los diez años. Aquel día tocaba celebración. Era el cumpleaños de su abuelo. Le encantaban los días como ese porque él, su abuelo y su abuela se reunían alrededor de la mesa de la cocina, conversaban, reían y como solía suceder en esos casos siempre acababan con algunas de aquellos maravillosos relatos.
Él no lo sabía, pero aquel 12 de julio, fue el último día en que su abuelo le contase parte de las maravillas de su imaginaria vida. Sus noventa años no resistieron la fuerza con la que el tiempo se enfrentó con su corazón y se paró. Le encontró la abuela cuando fue a despertarle para que fuese a desayunar con su nieto, que ya estaba preparado. Vicenta, que así se llamaba su abuela, no tardó en darse cuenta de lo que ocurría.
Daniel tardó mucho más en comprenderlo y mucho más en asumirlo. Pese a su juventud mostraba el dolor de una persona adulta, pero como niño no tenía la capacidad para esconderlo o quizá huir de él. Durante muchos meses siguió yendo a la habitación donde él y su abuelo se juntaban para disfrutar juntos de aquellas preciosas narraciones, se acostaba en su cama, siempre con lágrimas en los ojos, se quedaba mirando hacia el techo durante horas y en ocasiones sabiendo lo absurdo de su pregunta, le preguntaba a su abuela cuando volvería el abuelo.
Tardó mucho tiempo en poder entrar en aquella habitación sin romper a llorar de inmediato o sin poder hacer otra cosa que simplemente contemplar la bombilla que colgaba del techo o las grietas de las paredes. Hasta los dieciséis años no consiguió volver a fisgonear entre las pertenencias de su abuelo sin tener la sensación de que era algo que ya no debía de hacer. Sus gafas de pasta tan negra como gruesa, la vieja pipa de brezo y la cajita con el tabaco que siempre fumaba, Cavendish; el cenicero de piedra que según él le había regalado uno de sus compañeros de tripulación poco antes de morir; el cris malayo que negó siempre haber comprado en una tienda de recuerdos; la boina de fieltro con la que siempre solía salir a la calle, su desvencijada baraja y el tapete descolorido en el que solía hacer solitarios; el arcón que le había dejado en herencia su padre y que Daniel nunca se atrevió a abrir; el portarretratos con la foto del día en que él y la abuela se casaron... pero no había encontrado aquella curiosa piedra que siempre le había tenido ensimismado cuando la cogía.
Pasaba el tiempo. Daniel acostumbraba a volver a casa de su abuela después de su trabajo -ya tenia 23 años y una carrera terminada- para comprobar cómo estaba y hacerle un poco de compañía. Al poco tiempo su abuela se murió también. Imaginaba que se le hizo insoportable la tristeza de perder aquello que había sido toda su vida. Ninguno había hecho testamento pero Daniel era el único descendiente que tenían y la casa y todo lo que en ella había le correspondía legítimamente.
Decidió trasladarse del pequeño piso de alquiler al que se había mudado cuando empezó a trabajar, a la casa de sus abuelos. Muchas noches se acostaba en la cama de su abuelo después de cenar y ver un poco la televisión y en todas ellas resonaban las palabras de su abuelo que, a pesar de los años, le resultaban tan diáfanas como cuando era sólo un crío. Y un buen día apareció de nuevo. Le pudo su innata curiosidad. Allí estaba. Dentro de aquel arcón de madera que fue lo único que en vida de su abuelo nunca había investigado. Montones de amarillentas hojas de papel apiladas en lotes atados con una gruesa soga, algunas hojas sueltas y algunos extraños utensilios que seguía sin saber identificar. Y encima de toda aquella montaña de papel lo que sin duda había identificado, mucho tiempo antes de volver a encontrarlo, como el pisapapeles de su abuelo. Sacó todo aquello del arcón.
Se pasó toda la noche leyendo aquellos manuscritos... Mirando la fotografía de aquella exótica mujer e identificando aquellos extraños objetos del arcón según leía los relatos de su abuelo.
Su abuelo le había "engañado". No siempre comenzaban por Érase una vez. De hecho él siempre ponía la fecha antes de comenzar a escribirlas.
Quizá sea demasiado pretencioso al escribir esto pero todo lo que podría decirse de mi se resume en una frase que, hace tiempo, dijo el bataría de una banda que me gusta mucho, Danny Carey, de Tool: "No soy quien quiero ser, no soy quién debería ser pero, por suerte, no soy quién era" En otras ocasiones me gusta referirme a mí mismo como hubiera hecho el escritor Orson Scott Card "Nuestra identidad no es nuestra forma, podemos tener cualquier forma y seguir siendo quienes somos"
jOELUIS AL LER TU CUENTO SENTI TANTA teernura que enseguida me vino al pensamiento los veranos que yo iba a pasar mis vacaciones con mis abuelos y lo bien que lo pasaba cuando él me llevaba al huerto y me cogia la mejor fruta que encontraba, Y ami como me gusta tanto la fruta, me lo pasaba bomba Mi buel< tambien me mimaba mucho y me daba lo mejor.,
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